Nunca confié que volvería, cuando universitaria y cumpliendo la tradición impuesta, lancé tímidamente una moneda a la fuente más famosa del mundo.
Y gracias a la efectividad de aquel bronce, años después, en el centro de un estrecho patio falto de encanto y lleno de princesas y vagabundos, pude admirar la escultura más exquisita que existe.
Dieciséis columnas dóricas, cubiertas de sumiso aire y rematadas de una balaustrada sin cometido, abrazan el vacío y la simetría de las más bellas proporciones áureas.
Si Mies le construyó a Farnsworth una vivienda invivible, Bramante le regaló a los Reyes Católicos, en tierra enemiga, San Pietro in Montorio, un tempietto sin misión que cubre de gloria a toda Roma. Con esta pequeña pieza que inspiró al Vaticano, volvió a empezar todo, empezó el Cinquecento, volvió la época dorada de la ciudad, regresó su hegemonía artística y el resto del mundo quiso ser renacentista y romano.
Lástima que, en esta ocasión, no lancé moneda alguna…
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