En enconada discusión sobre belleza, sobre razón perfecta, sobre el edificio más hermoso de
Madrid, mi querido amigo Estévez me negó el saludo por defender él, lo suyo, yo, lo mío.
Empeñado él, en que las 55 espinas de la más bella de las “coronas”, terco en su teoría de
vincular el sacrificio de edificio abandonado con el triunfo de la proporción aurea, Javier
catapultó el edificio de Higueras como el más bello.
Y yo, obstinado en lo mío, insistente, recordándole aquella pequeña joya de la calle Amaniel,
aquella antigua fábrica de rubio alcohol, pertinaz en mi teoría de que el nuevo museo ABC,
diseño de Aranguren y Gallegos era el más vivo testimonio de la inmortalidad de la belleza.
Quise persuadirle de la fascinación de la concatenación de los triángulos irregulares, de la
bondad de la graduación de grises, de la perfección del vacío del acceso, del refinamiento de las arabescas celosías, de la elegancia de los naranjas, los verdes…
Dicotomía de espíritus románticos.
F.N.
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