Todavía recuerdo cuando el edificio del Guggenheim estaba en construcción. Llevaba pocos años en el ejercicio de mi profesión y la poca experiencia la suplía con exceso de crítica.
En la Escuela nos enseñaban que los edificios tenían que ser verdad, que la arquitectura exterior se debería traducir en el interior. Esta falta de autenticidad, unido a errores en el cálculo de la estructura, demora de plazos, láminas superpuestas sin lógica, las charlas con Zanón sobre lo superfluo del gasto, … todos los argumentos me afianzaban en mis críticos desplantes a arquitecturas sin sentido.
A lo largo de estos años hemos ido varias veces a Bilbao, con Harrison y Guedán, con nuestros queridos B&J, T&A, y no he podido, sino rendirme a sus encantos. La rotundidad de sus fachadas, la complejidad de sus espacios, su monumentalismo barroco, la teatralidad de sus recorridos, … todo alejado de arquitecturas sin riesgo ni compromiso.
En un viaje familiar a la Rioja, nuestros hijos, cansados de iglesias y monasterios, organizaron una visita a su famosa bodega y yo, con reminiscencias pasadas de crítico exigente, solo esperaba intensos de uva y alcohol.
Y como no hay mejor visita que de la que no se espera nada, aquel hotel bodeguero, aquella descomunal escultura de aceros, rosas y oros exenta de racionalidad, aquella maravillosa superflua arquitectura, aquel increíble envoltorio de sinuosas curvas, se metió dentro de mi espíritu y no me dejó respirar.
Para tragarme orgullo, críticas y a la vez, recuperarme de la influencia del rosa y oro, pedí noche en el hotel.
F.N.
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