En la confianza del secreto más absoluto, he de reconocer que estuve a punto de no haber pasado por el altar.
Hace años, cuando las canas no arribaban a mi memoria, Guedán y yo jugábamos al squash con la puntualidad de las lluvias de abril y, uno de esos días cualesquiera de raqueta y fracaso, nos cruzamos con Rosana.
Y con la inocencia del joven arrogante, le dije que “naufragaba por ella”, que, escuchando sus canciones me “sobraba el aire”, que tenía en este admirador “un corazón de amor sin dueño”. Y ella, con aire cálido y resuelto, solo respondió: “yo también te quiero”.
Y, otro día cualquiera, en el que la luz recelosa se filtraba por casualidad, nuestras miradas volvieron a cruzarse y le sugerí cena y risas. Día, descolorido y triste, en el que ella emprendía gira de lunas rotas y sombrías. Como la Penélope de Serrat, con grietas en el alma, como si aquel gimnasio fuese el muelle de San Blas, no volví a verla…
“No olvidarme que te tengo que olvidar”.
F.N.
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