Mi madre nos tenía prohibido entrar en el salón, solo disponible para visitas y extraños. Incluso hoy, ya adultos, no podemos sentarnos en unos sofás burdeos reservados a la fantasía de ilustres que nunca llegarán.
Y juré que aquello no me ocurriría, que no quería acariciar el sacrificio de atmósferas impolutas y sin vida.
Pero claro, después de una de nuestras visitas al pabellón de Mies de Barcelona, María me regaló dos imponentes sillones 1.929. ¿Cómo dejar que se sentaran en el sillón más bello jamás concebido?
Agitando el azar de mis pecados, reconozco callada aversión intransigente cuando se sientan en mis LC1, en mis Catifas, Eames, o incluso en las Panton del jardín.
¡Qué bien se está de pie!
F.N.
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