Hace bastantes años, cuando todavía jugaba al fútbol con mis hijos mayores y mis tres queridos sobrinos Antonio, Fernando y Luis, la propietaria de una imponente vivienda me llamó para que le hiciésemos una gestión en el Ayuntamiento. El trámite tuvo tan poca importancia que, aún a pesar de su insistencia, no le cobramos ningún tipo de honorarios.
No volví a saber de ella, salvo, diez, quizás quince años después. Carmen, distinguida mecenas, me volvió a llamar para reunirnos en su casa y, prometió servir té y pastas.
Hay una canción de Jorge Drexler “Todo se transforma”, que dice, “…de algún lejano rincón, de otra galaxia, el amor que me darías, transformado, volvería algún día, a darte las gracias.”
En aquella tertulia de mesa redonda, en la que al principio me costó reconocer a Carmen, antaño joven y resuelta, me dijo que, ya viuda, había decidido vender su casa e irse a vivir de manera permanente a Suiza. Con lágrimas de ojos agradecidos, me entregó su, para mí, regalo más valioso, dos imponentes esculturas de más de dos metros de envergadura que, esta vez, henchido de gratitud, y también con lágrimas en los míos, no supe rechazar.
Querida Carmen: ambas esculturas forman, desde hace mucho, parte de nuestro hogar y nuestra vida, son descomunales, sutiles, etéreas, pero sobre todo, producto del amor desmesurado de un corazón excesivamente agradecido.
F.N.
Comments